Obligatorio debería ser para nosotros:
Mirar hacia el cielo
una vez en la mañana y otra vez en la noche.
Al volvernos adultos y entrar en la carrera de la competencia por el éxito y los objetos, olvidamos una de nuestras actividades más satisfactorias durante la niñez.
Al menos mi generación, hace mucho tiempo, miraba hacia el cielo, hacía predicciones y se asombraba con las formas de las nubes y su dinámica, pues con una distracción de tan solo unos minutos, el panorama había sido totalmente cambiado por el viento.
¡Más asombro de una mente joven ante el infinito!
Y es que el cielo azul le habla directamente a nuestro corazón.
Es la frontera de nuestro bello planeta... Lo que nos separa del negro insondable del espacio cósmico.
De lo que no conocemos y a la vez, tememos.
Es lo que nos recuerda que estamos parados milagrosamente en la superficie de un fragmento de estrella solidificada y esférica, que recorre a vertiginosa velocidad ese mismo espacio, no se sabe para dónde, ni tampoco para qué.
Inquietud que a todos debería generarnos enorme reverencia por la inmensidad.
O al menos, -a los que nos sentimos tan ocupados e importantes en nuestras actividades terrícolas-, podría hacernos detener un instante para preguntarnos
¡Si lo que estamos haciendo vale la pena de verdad!