Náufrago reseco por mil soles, inerme y casi muerto, fui arrojado a las doradas arenas de la isla fértil del Shambalá, donde una princesa aborigen de fresca piel cobriza corrió a auxiliarme llevándome a su espectacular casa en el árbol, a la orilla del mar.
Allí me cuidó por semanas devolviéndome a la existencia y entregando todo el amor que en mi citadina vida se me había negado.
Con ella conocí noches de luna semejantes a los relatos de los novelistas que habían alumbrado mi juventud y probé los manjares más dulces y revitalizantes de la flora de la preciosa isla.
Mi vida se convirtió en una agradable rutina de colaboración y ternura compartida, que hoy recuerdo con mucha nostalgia por el paraíso perdido.
Como se espera de todo compañero, yo salía a la playa a buscar troncos de manglar para el horno en que mi amada inventaba manjares marinos desconocidos en mi serrana vida; y también estaba atento a reparar cualquier desperfecto que los ventarrones nocturnos hicieran a nuestra cabaña, aferrada al aire por lianas.
¡Todo era prefecto! Casi llegue a olvidar mi gris pasado bogotano, colgando del atestado transmilenio para llegar, ya agotado y malhumorado al trabajo, a cambio de un salario de hambre.
Lo corriente en mi nueva vida era que en los días de brisa salíamos a recorrer la soleada y fresca isla o a visitar algunos parientes de mi reina adorada, uniéndonos a sus bailes y banquetes, cuando no a sus sesiones de cuentos y tradiciones. Debo decir que en estas últimas se destacaba siempre un personaje insólito a quien ellos llamaban con reverencia El Durmiente y de quien decían, provenía su raza y la abundancia de la isla. A él atribuían la pesca y el aire. La fertilidad y la salud.
Llegué a acostumbrarme a la idea, -respetuoso siempre de las convicciones y creencias de mi adorable mujercita- hasta una tarde cuando en medio de nuestro juegos fuimos a dar a la entrada de una singular caverna que se suponía la morada del Durmiente.
Ella relató muy seria, que todos dependíamos del sueño de ése que reposaba por toda la eternidad creando mundos y gentes en su mente... Yo insistí obsesivamente -desdichado de mí- en entrar a mirarlo dormir, más por demostrarle a mi compañera que era imposible tal hecho y que se trataba de una leyenda, nada más.
Ella lloraba suplicando que no hiciéramos ruido y nos alejáramos del sitio, implorando que no pusiéramos en riesgo nuestra feliz existencia en la isla. Pero mi racionalidad de geólogo experimental salió a flote ante tan demente idea y me obstiné en entrar. Efectivamente, dormía ahí alguien arropado en suaves edredones, bajo brillantes estalactitas que adornaban la cámara central de la caverna; arrullado por el transparente río subterráneo que cantaba al caer, unos metros más adelante al mar.
Con el ruido de nuestro ingreso a la cueva, roncó levemente incómodo un instante y se volteó al otro lado, abrazando la almohada de seda nacarada en la que estaba reclinado. No pude ver su figura en detalle porque mi amada me arrastró fuera de la cueva angustiadísima. Llovía con una ventisca impresionante, lo que se me antojo el coletazo de alguna tormenta tropical caribeña.
Pero desde ese momento, mi relación había perdido algo esencial. Mi felicidad ya no fue la misma, pues ahora mi pequeña me miraba con rencor. Ella atribuía la desmejora del clima -que se volvió opaco y húmedo- a la pesadilla causada al durmiente por nuestra intrusión, y no me perdonaba mi insolente actitud ante el creador de todas las cosas.
Por mi parte, yo pasaba las horas urdiendo un plan para desenmascarar a quien, según mi interpretación, tenía asustada a la tribu con esa leyenda absurda. El caso es que perdí la paz y la dicha de vivir que la isla me había dado.
Hasta que un día me fui a la gruta del durmiente. Ingresé hablando en voz alta y requiriendo a quien estuviera dentro que saliera.
Súbitamente, me sentí levantado por aires en un helado vórtice, mientras en su centro, el rugido del mar anunciaba devorarme. Sentí mucho frío. Mis huesos dolían de humedad. .. Y me encontré adolorido, tirado en la playa azotada por el viento en esta isla desierta, tal como en el momento de mi llegada... Pero lamentablemente, no había nadie para salir a mi encuentro.
Aquí he pasado unos 7 años. .. Mi vida ya no tiene sentido. Nadie vendrá nunca a rescatarme.
Y lo más triste es que ya no hay aldea, ni caverna, ni casa en el árbol...Ni está ella: el amor de mi vida. ¡Todo había desaparecido!
¡Todo lo perdí por mi incredulidad!
(Nota: Esta es mi versión de una maravillosa historia de mi infancia que marcó mi vida. Leída en la revista Literatura Soviética de un año perdido, en volumen extraviado hace mucho).