Cuando yo era una adolescente, la Navidad era algo espléndido, no solamente porque nos reuníamos con nuestros parientes más queridos, como mi Tío Alfredo, -que para mi mal, siempre andaba en otro país-, sino porque era la oportunidad de dar.
Vivíamos de manera excéntrica para el momento, en las afueras de Bogotá en una sencilla quinta campestre de una fanegada y media de extensión, que mi papá compró el día de mi nacimiento; rodeados de campesinos que apenas sobrevivían en pequeñísimas parcelas, pues la ciudad ya estaba extendiendo sus tentáculos hacia el norte de manera física, además de que estaba tratando de absorber esa mano de obra barata para la industria de la floricultura.
Así que en la Navidad teníamos la gran oportunidad (así lo veíamos, como "oportunidad") de hacer felices por una tarde a los niños de los alrededores que caminaban aún con cotizas (alpargata cuya suela no era de fique, sino de llantas viejas) y carecían de cualquier lujo o diversión.
Así, mi madre coordinaba con el conductor de la fábrica de juguetes y convencía a otros vecinos y amigos, quienes hacían alguna donación de cuadernos, cuentos o dinero. El caso es que ese sábado a las 11 de la mañana empezaban a aprecer los chicos de la vereda con sus madres o abuelas, pues la noticia de la invitación había corrido velozmente por toda Tuna Alta.
Nuestra propiedad se llenaba de colorido y bullicio de vocecitas, que recibían una a una sus regalos, a medida que ingresaban a Montecito, que era el nombre de nuestra casa. Se les daba un pedazo de ponqué y para brindarles a los niños se hacían unas 300 gelatinas, que se esfumaban en un minuto, pues nunca caíamos en cuenta de que las abuelas también querían comer. De manera que mi mamá y sus amigas corrían a suplir el faltante con cualquier cosa que encontraban en sus despensas (galletas, enlatados, pan, gaseosa, lo que fuera).
En resumen. Era un placer ver esa felicidad en los ojos de muchachitos, bebés y madres, que pasaban la tarde en nuestro jardín riendo y jugando. Y nosotros, los niños de la casa, sudando de tanto trabajar, maravillados con ese inusitado festín (educados por padres que no nos inculcaron superioridad alguna sobre los vecinitos, ni sentido de beneficiencia ni de caridad: la Navidad de los niños se hacía solamente por el gusto de hacerla y disfrutar luego de ese espectáculo fabuloso).
Ese día del año ¡Tenía significado!
Ni siquiera nos costaba mucho, porque todo eran donaciones. Pero tenía significado, como hasta hoy ningún día de mi rutina tiene significado.
Así, para el general de nuestra cultura, es natural que nos sintamos disgustados secretamente en nuestro interior por la falta de significado en nuestras vidas; y hasta mostramos nuestro disgusto externamente, mediante el estrés y la neurosis, que desembocan en los más sensibles en depresión y cosas más graves como el suicidio.
Porque la naturaleza del Ser es dar espontáneamente; y solamente dando se siente pleno y con propósito. El resto del tiempo se lo pasa acumulando (o tratando de acumular), en una lucha tenaz con los semejantes y con el mundo, que también reaccionan cada vez de manera más adversa y bloqueadora, generándole una gran insatisfacción.
Por eso el mundo que vemos nos disgusta; pues no tiene significado.
En otras palabras, en el fondo de nuestro corazón, sabemos que estamos perdiendo el tiempo.
Nuestra frenética actividad no nos lleva a ninguna parte, más que cuando actuamos por amor. Por eso la madre amorosa es un ser satisfecho, aunque físicamente parezca agotada. Porque amar y darse generosamente, tiene sentido; lo demás, no lo tiene.
La satisfacción de dar por el gusto de dar no se reemplaza con ningún exito laboral ni económico. Nada puede superar esa magnífica sensación que nosotros en esos días, sentíamos al ver la obra de nuestros padres, dando. Y nos marcó para toda la vida, aunque por épocas pareciéramos olvidarlo.
Y es así como ahora lo recuerdo y entiendo la Lección No. 12:
Estoy Disgustado porque Veo un Mundo que No Tiene Significado
Este mundo así como está, no nos satisface. Estamos hechos para cosas mejores.
Y lo lindo es que con este ejemplo, pareciera que sí podemos cambiarlo: Hasta que un día de nuestra vida tenga significado.
Y luego dos.
Y luego tres.
Y luego dos.
Y luego tres.