Con frecuencia sentimos malestar con el mundo... Malestar con los demás.... Malestar con nosotros mismos... Algo indefinible, pero que sigue ahí.
A pesar de que aparentemos ser muy responsables, muy ejecutivos... Muy concientes... Hasta triunfadores... Muy exitosos con el sexo opuesto... nos sentimos extranjeros en esta experiencia que llamamos vida.
Nos ocupamos en mil cosas, para ocultar nuestra molestia, porque definitivamente, si nos detenemos a analizar la situación unos minutos, es inevitable concluir que ALGO ANDA MAL. Algo no encaja.
Corremos y corremos para que el mundo no se derrumbe: Hacemos mantenimiento a todo, pero el auto se deteriora, la pared se pela, los instrumentos se desgastan, el equipo no funciona... E igual con las relaciones: decaen sin saberse por qué y se transforman en algo tan diferente a lo que creíamos que eran...
Entonces, como la cosa es tan poco clara, cerramos los ojos y desfogamos nuestro disgusto con la secretaria, o con el cajero del banco. ¡Toda la culpa la tiene el gobierno! Y nuestra indignación crece, enfermándonos, -entre otras consecuencias- y haciéndonos infelices, aunque lo queramos disimular ante los demás y ante nosotros mismos.
Todo eso nos pone mal, porque tenemos un lejano recuerdo que a veces aflora suavemente: De que debe haber sitios donde esto no pasa. Donde las cosas no son tan efímeras... Donde se puede vivir sin que todo se esfume como un fantasma; donde no impere la muerte, en resumen.
Ese que recordamos en sueños, es nuestro sitio de origen. Nuestro verdadero hogar al que debemos volver.
Seamos hoy concientes de esa idea, repitiéndola varias veces al día:
A pesar de que aparentemos ser muy responsables, muy ejecutivos... Muy concientes... Hasta triunfadores... Muy exitosos con el sexo opuesto... nos sentimos extranjeros en esta experiencia que llamamos vida.
Nos ocupamos en mil cosas, para ocultar nuestra molestia, porque definitivamente, si nos detenemos a analizar la situación unos minutos, es inevitable concluir que ALGO ANDA MAL. Algo no encaja.
Entonces, como la cosa es tan poco clara, cerramos los ojos y desfogamos nuestro disgusto con la secretaria, o con el cajero del banco. ¡Toda la culpa la tiene el gobierno! Y nuestra indignación crece, enfermándonos, -entre otras consecuencias- y haciéndonos infelices, aunque lo queramos disimular ante los demás y ante nosotros mismos.
Todo eso nos pone mal, porque tenemos un lejano recuerdo que a veces aflora suavemente: De que debe haber sitios donde esto no pasa. Donde las cosas no son tan efímeras... Donde se puede vivir sin que todo se esfume como un fantasma; donde no impere la muerte, en resumen.
Ese que recordamos en sueños, es nuestro sitio de origen. Nuestro verdadero hogar al que debemos volver.
Seamos hoy concientes de esa idea, repitiéndola varias veces al día: