El pasado es una ilusión, responsable de la mayor parte de nuestras desdichas.
Afortunadamente, por instinto, he dejado transcurrir olímpicamente la vida, sin darle mucho énfasis a los hechos pasados y sin dejar que me marcaran... Simplemente, si los necesitaba o reaparecían en mi presente, los observaba como si le hubieran sucedido a otra persona, tanto si eran agradables, como si eran adversos. Esto me dio excelente salud mental y los eventos me resbalaban fácilmente.
Sin embargo, durante el especialísimo año del Dragón 2012, fui forzada a recordar épocas pretéritas que casi habían sido borradas de mi memoria. Recuerdos indeseables afloraron a mi consciente y fueron adornados cada noche de desvelo -porque las noches insomnes son utilizadas para esto- con más detalles nefastos, hasta que puedo afirmar que fueron semanas en que viví la Noche Negra del Alma. Me maltraté a mí misma como nunca, con posibilidades y omisiones, cuando no encontraba actos concisos por los cuales castigarme. Mi salud mental se fue al traste y los que me rodeaban me recomendaron encarecidamente visitar un sicólogo. Yo misma sentía que me estaba volviendo loca. Muy maluco todo eso, pero pronto me centré nuevamente en el presente y volví a ser quien soy. La que me cae bien.
Lo importante de este relato no es mi experiencia personal, que posiblemente fue un caso extremo, sino evidenciar cómo el ego es capaz de utilizar el espejismo del pasado, con todos nuestros "errores" y "culpas" para despedazarnos e iniciar en nuestro fragmentado ser, el fatídico proceso del auto juzgamiento.
Los métodos filosóficos para lograr la trascendencia y la iluminación enfatizan la práctica de no juzgar... Ni a nuestros semejantes ni, peor aún, a nosotros mismos. Pero esto es precisamente lo que nos pasamos haciendo cada día de nuestra vida: ¡Juzgando! No acaba de amanecer, que ya opinamos: "el día está feo" o "el día está bueno hoy". Sea positiva o negativa la opinión, ya estamos juzgando el día, y atribuyéndole características que nos van a afectar a nosotros. Disimulamos un poco nuestra juzgadera pensando que tal vez, estamos evaluando... Pero evaluar significa colocar el hecho o la persona en cuestión, en una escala entre la dualidad del bien y el mal; lo correcto y lo errado; lo bello y lo feo, y sádicamente, calificarlo.
Al juzgar reforzamos la dualidad, que es el mundo irreal en que soñamos historias de amor y dolor.
Porque juzgar es separar. Es romper. Y eso hacemos también con nuestros semejantes, cuando apenas los conocemos y ya les colocamos mentalmente etiquetas limitantes con características físicas, intelectuales, sociales o económicas, que afectan a esa persona, inocente de nuestro proceso mental automático. Pues nuestro pensamiento es poderoso y lo va a tachar para siempre ante nuestros ojos y los de los que lo rodean con ese intuido "defecto".
Y ni hablar de cuando juzgamos en voz alta... Cosa que sucede más frecuentemente de lo que nos damos cuenta. Con ello ya deformamos públicamente a ese individuo y cargamos a su espalda pesos que tal vez no son nada reales... Pesos a los que damos vida y energía que los alimenta cada vez que los reforzamos. Pesos que pasarán a ser permanentes, surgidos de la levedad de nuestra percepción amañada o de nuestra necesidad de alimentar nuestro ego ante los demás y ante nuestros propios ojos, que en el fondo no creen en su finjida grandeza. ¡Nuestro ego necesita creer que es el mejor! Esa es su absurda forma de sobrevivir y se aprovecha de nosotros, que ignoramos que no lo necesitamos.
Con las palabras de Eckhart Tolle hemos entendido el valor del momento presente, -el único que existe-. Pero derivada de ellas viene la comprensión del gran error de mantener en nuestra mente el pasado como algo muy nuestro (decimos con orgullo: "nuestra historia"), que puede atormentarnos toda la vida como un monstruo que nunca duerme.
Lo que pasó, pasó, porque las circunstancias hicieron que pasaran así. No fue por culpa nuestra, porque siempre hacemos las cosas lo mejor que podemos en su momento. Somos seres fantásticos, básicamente perfectos. Traer entonces esos fantasmas a nuestro presente y permitirles que nos juzguen, es masoquismo avanzado. Y hacérselo a nuestros hermanos, que en el fondo son uno con nosotros, es el peor "pecado" (si existieran los pecados).
En conclusión, mantengámonos centrados en el momento presente, al que debemos aceptar con curiosidad y asombro por las hermosas sorpresas que descubrimos en él. Si hacemos esto con dedicación, esforzándonos en lograrlo, seremos el Observador Omnipresente y el pasado no tendrá ningún poder sobre nosotros. No determinará nuestras acciones, ni amargará nuestra vida. Y lo que más nos interesa: estaremos marchando en el camino del despertar, que no es otro que el de la unidad. Donde no hay opuestos. Solamente unidad.
A la vez, si vivimos concientemente cada instante (frase bastante trajinada pero poco comprendida en profundidad), seremos compasivos con nuestros semejantes, a quienes veremos sumergidos en las tormentas de su propio pasado, su miedo al futuro y el consiguiente escapismo del presente. Y con un poco de suerte, dejaremos de juzgar a esos seres y a nosotros mismos, para volver a ser los brillantes espíritus que somos en esencia... Sin necesidad de los disfraces y la tiranía que requiere el ego, ni la visión borrosa de nuestra percepción individual.
Los métodos filosóficos para lograr la trascendencia y la iluminación enfatizan la práctica de no juzgar... Ni a nuestros semejantes ni, peor aún, a nosotros mismos. Pero esto es precisamente lo que nos pasamos haciendo cada día de nuestra vida: ¡Juzgando! No acaba de amanecer, que ya opinamos: "el día está feo" o "el día está bueno hoy". Sea positiva o negativa la opinión, ya estamos juzgando el día, y atribuyéndole características que nos van a afectar a nosotros. Disimulamos un poco nuestra juzgadera pensando que tal vez, estamos evaluando... Pero evaluar significa colocar el hecho o la persona en cuestión, en una escala entre la dualidad del bien y el mal; lo correcto y lo errado; lo bello y lo feo, y sádicamente, calificarlo.
Al juzgar reforzamos la dualidad, que es el mundo irreal en que soñamos historias de amor y dolor.
Porque juzgar es separar. Es romper. Y eso hacemos también con nuestros semejantes, cuando apenas los conocemos y ya les colocamos mentalmente etiquetas limitantes con características físicas, intelectuales, sociales o económicas, que afectan a esa persona, inocente de nuestro proceso mental automático. Pues nuestro pensamiento es poderoso y lo va a tachar para siempre ante nuestros ojos y los de los que lo rodean con ese intuido "defecto".
Y ni hablar de cuando juzgamos en voz alta... Cosa que sucede más frecuentemente de lo que nos damos cuenta. Con ello ya deformamos públicamente a ese individuo y cargamos a su espalda pesos que tal vez no son nada reales... Pesos a los que damos vida y energía que los alimenta cada vez que los reforzamos. Pesos que pasarán a ser permanentes, surgidos de la levedad de nuestra percepción amañada o de nuestra necesidad de alimentar nuestro ego ante los demás y ante nuestros propios ojos, que en el fondo no creen en su finjida grandeza. ¡Nuestro ego necesita creer que es el mejor! Esa es su absurda forma de sobrevivir y se aprovecha de nosotros, que ignoramos que no lo necesitamos.
Con las palabras de Eckhart Tolle hemos entendido el valor del momento presente, -el único que existe-. Pero derivada de ellas viene la comprensión del gran error de mantener en nuestra mente el pasado como algo muy nuestro (decimos con orgullo: "nuestra historia"), que puede atormentarnos toda la vida como un monstruo que nunca duerme.
Lo que pasó, pasó, porque las circunstancias hicieron que pasaran así. No fue por culpa nuestra, porque siempre hacemos las cosas lo mejor que podemos en su momento. Somos seres fantásticos, básicamente perfectos. Traer entonces esos fantasmas a nuestro presente y permitirles que nos juzguen, es masoquismo avanzado. Y hacérselo a nuestros hermanos, que en el fondo son uno con nosotros, es el peor "pecado" (si existieran los pecados).
En conclusión, mantengámonos centrados en el momento presente, al que debemos aceptar con curiosidad y asombro por las hermosas sorpresas que descubrimos en él. Si hacemos esto con dedicación, esforzándonos en lograrlo, seremos el Observador Omnipresente y el pasado no tendrá ningún poder sobre nosotros. No determinará nuestras acciones, ni amargará nuestra vida. Y lo que más nos interesa: estaremos marchando en el camino del despertar, que no es otro que el de la unidad. Donde no hay opuestos. Solamente unidad.
A la vez, si vivimos concientemente cada instante (frase bastante trajinada pero poco comprendida en profundidad), seremos compasivos con nuestros semejantes, a quienes veremos sumergidos en las tormentas de su propio pasado, su miedo al futuro y el consiguiente escapismo del presente. Y con un poco de suerte, dejaremos de juzgar a esos seres y a nosotros mismos, para volver a ser los brillantes espíritus que somos en esencia... Sin necesidad de los disfraces y la tiranía que requiere el ego, ni la visión borrosa de nuestra percepción individual.
¡Tratemos de que nuestros pensamientos sean neutrales!
Demoremos al menos un poco el juzgar, dando a las cosas y a la gente el beneficio de la duda, antes de catalogarlos y clasificarlos en oposición a nosotros.
Mantengámonos en el presente.
Miremos neutralmente y con interés cada persona y suceso de la vida -como los niños-.
¡Probablemente aprenderemos la compasión y la pasaremos mejor!