La bella oración del loquito de Asís puede servirnos para notar la absurda posición en la que nos ha colocado el ego, que por su falta de naturalidad, nunca nos hace felices.
En nuestra mente nos creímos el centro del universo, de manera que -debido al sistema en que estamos-, nuestra finalidad en esta vida es obtener el mayor provecho posible de todas las situaciones, pasando sobre otros menos hábiles o afortunados que nosotros.
La vida actual es competir, lo que no da espacio a considerar la situación del vecino. El que se queda atrás no tiene posibilidades de sobrevivir, pues sus semejantes no tienen tiempo para la compasión. Y estamos tan ocupados compitiendo, -a la vez tan ansiosos y asustados en esa actividad-, que nos pasamos el tiempo corriendo y luchando para ponernos por encima de los demás.
Una lectura lenta a tan humano y bello verso puede recordarnos que nuestra actitud influye en los que nos rodean y que la demencia del mundo ha sido alimentada también por nuestra propia forma de actuar.
El ego nos enseñó que estamos en una sociedad caníbal y nos convenció de que somos seres vulnerables e insignificantes. Que vivimos en la escasez. Que no tenemos capacidad para sobrevivir y menos para ayudar a otros. Que no tenemos nada para dar.
Pero la verdad es otra: Somos seres poderosos, infinitos y eternos, como la Fuente de la que venimos. Podemos iluminar el mundo. Podemos dar. Podemos hacer a un lado el rencor, olvidando los errores de nuestros vecinos. ¡Podemos cambiar el mundo!
No somos víctimas: ¡Somos los reyes del Ajedrez! Podemos dejar atrás el temor y volver a orar con Francesco, así:
Señor, hazme un instrumento de tu paz;
Que donde haya odio, ponga amor;
Donde haya ofensa, perdón;
Donde haya duda, ponga yo fe;
Donde hay desesperanza, esperanza;
Donde haya tinieblas, luz;
Y donde haya tristeza, alegría.
Oh Divino Maestro:
Que no busque yo tanto ser consolado, como consolar.
Ser comprendido, como comprender.
Ser amado, como amar.
Porque dando se recibe,
Perdonando se es perdonado,
Y muriendo a sí mismo
Se nace a la vida eterna.
Francisco de Asís